Quienes se beneficiaron del genocidio
realizan todos los esfuerzos por cortar la posibilidad de seguir con la
vía jurídica, que puede llegar hasta ellos. El reciente pronunciamiento
del Congreso para negar el exterminio sistemático de pueblos indígenas
sirven para corroborar cómo, treinta años después, siguen dispuestos a
mantener sus privilegios por encima de la verdad y la justicia.
A mediados de mayo se conoció que el día
24 de abril, el Congreso de la República de Guatemala aprobó un punto
resolutivo en el que,en un texto un tanto confuso, decidió que en
Guatemala no existiógenocidio. Una parte del documento señala: “Bajo el
infame prisma de la sangre que ha regado nuestra tierra y el dolor que
ha inundado el alma de la patria a partir de un conflicto inútil y la
falta de consensos para superar con absoluta certeza jurídica nuestras
diferencias sociales”;[1], más adelante, precisa que “como
consecuencia del encausamiento penal, conocido como El Juicio del Siglo,
no obstante que la legislación imperante da cuenta que los elementos
que conforman los tipos penales señalados, resulta jurídicamente
inviable que se dieran en Guatemala, principalmente en cuanto a la
existencia en nuestro suelo patrio de un genocidio durante el
enfrentamiento armado interno”. [2]
La reacción fue inmediata por parte de
quienes participaron en las actividades organizadas para recordar el 10
de mayo de 2013, cuando la jueza Yasmín Barrios, del Tribunal A de Mayor
Riesgo,emitió públicamente la sentencia que condenó al general Efraín
Ríos Montt por genocidio y contra los deberes de la humanidad.Fue la
primera vez que se reconoció judicialmente las atroces dimensiones de la
actuación del ejército de Guatemala a principios de los años ochenta.
Ante la sentencia condenatoria de 2013,
la cúpula patronal aglutinada en el Comité Coordinador de Asociaciones
Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (CACIF) se declaró
“en asamblea permanente” y,apenas 10 días después, el juicio fue anulado
por la Corte de Constitucionalidad, aduciendo problemas de forma.[4]
La actual declaración de los diputados
es otro burdo intento porponer punto final a uno de los asuntos
políticamente más espinosos, heredado del proceso de paz que se dio en
los años noventa del siglo pasado, y se sitúa en la línea de las
accionesde la Corte de Constitucionalidad y el CACIF. Todas ellas
muestran cómo el racismo,que está en la base del genocidio perpetrado en
aquellos aciagos años, sigue presente en la vida de Guatemala.
El reconocimiento del genocidio
En el seno del conflicto armado que
sacudió Guatemala durante casi toda la segunda mitad delsiglo XX, se
gestó el genocidio -que supuso la muerte sistemática de cientos de miles
de personas bajo elargumento de que eran “guerrilleros comunistas”.
Entre finales de los años setentae inicios de los ochenta, las más de
400 masacres realizadas por el ejército supusieron la mayor matanza de
población indígena perpetrada en América Latina en el siglo XX,
resultado de una política sistemática de exterminio por parte del
Estado.
El tamaño y la dimensión racista de esta
tragedia no fueron tratados durante el proceso de paz en toda su
profundidad. En el Acuerdo sobre Identidad y Derechos de los Pueblos
Indígenas(AIDPI) no hubo ninguna mención al hecho de que las masacres y
la tierra arrasada se centraron en territorios mayas. De la misma
manera, en los acuerdos referidos a la violencia sufrida y ejercida –el
de Derechos Humanos, Reasentamiento, Desmilitarización, en la misma
amnistía- tampoco hay mención alguna del hecho de que la mayoría de las
víctimas de la represión fueron comunidades indígenas arrasadas por una
política sistemática de muerte.
Hubo que esperar a la publicación del
informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico, en 1999, para que
la relación entre racismo y violencia de Estado, tan evidente en la
historia, en los recuerdos y en las imágenes, encontrara un sustento
documental. Los datos del recuento fueron contundentes: a raíz del
conflicto armado, en Guatemala murieron o desaparecieron más de 200 mil
personas, de las que el 83 por ciento fueron indígenas, y el 93 por
ciento de los decesos fueron ocasionados por el ejército u otros cuerpos
de seguridad. [5]
No se trató de las bajas producidas en
el conflicto entre dos partes. En el Tomo III de los 12 de que consta el
informe, se dedican 90 páginas a este tema. Cuando la Comisión de
Esclarecimiento Histórico (CEH) trabajó la forma en que se dio la
violencia en las áreas indígenas, llegó a la conclusión de que la
política llevada a cabo por el ejército contra la población indígena
constituye un delito de genocidio,
entendido de acuerdo a la Convención para la Prevención y Sanción del
Delito de Genocidio de 1948, ratificada por el Estado de Guatemala en
1950. [6]
“La CEH puede confirmar que, en una
determinada etapa del enfrentamiento armado interno, específicamente
durante los años 1981 y 1982, el Ejército identificó a grupos del pueblo
maya como enemigo interno, porque consideraba que constituían o podían constituir la base de apoyo de la guerrilla,
en cuanto sustento material, cantera de reclutamiento y lugar para
esconder sus filas. De este modo, el Ejército, inspirado en la Doctrina
de la Seguridad Nacional (DSN), definió un concepto de enemigo interno
que fue más allá de los
combatientes, militantes o simpatizantes de la guerrilla, incluyendo en
dicho concepto la pertenencia de las personas a determinados grupos
étnicos”[7], señalaron en su informe.
El mérito del informe de la CEH es que
permitió llamar por su nombre a algo que no fue oficialmente
reconocido.La contundencia de las cifras no dejó lugar a dudas respecto a
la dimensión étnica de las masacres y la muerte planificada. Desde ese
momento empezaron a surgir voces que clamaron que este episodio trágico
no se puede entender sin el racismo. [9]
Si tenemos en cuenta la definición
clásica de Memmi de racismo como “la valorización generalizada y
definitiva de una diferencias, reales o imaginarias, con el fin de
justificar sus privilegios o su agresión”,[10] no se puede usar otra
palabra para hablar de una ideología, de unos comportamientos y
estrategias que permiten matar a cientos de miles de personas porque se
les considera un “enemigo interno”.
El juicio de RíosMontt: el cómo y el quiénes del genocidio
Tras esta constatación, el juicio
celebrado en 2013 referido a la actuación de Ríos Montt, como jefe de
Estado de Guatemala,contra el pueblo ixil, y la sentencia condenatoria
por el delito de genocidio, fue lo suficientemente rotundo como para
cerrar el debate en torno a los hechos de inicios de los ochenta.
La sentencia[12] es un ejercicio
jurídicamente impresionante, que en sus más de 700 páginas refleja todo
lo que se oyó en los más de 50 días que duró el juicio. A través de las
voces de hombres y mujeres que actuaron como testigos y peritos, el
genocidio quedó desmenuzado en cada una de sus acciones, al mostrar una
por una las formas en que se ejerció la muerte sobre personas civiles
desarmadas.
Los testimonios y peritajesdel juicio
permitieron ver cómo fueron planificadas las masacres; cómo se utilizó
el terror y el miedo; cómo el abuso sexual contra las mujeres fue
sistemático; cómo se quemaron cosechas y ganado. Ante tal avalancha de
información pormenorizada, ¿cómo negar la calidad de exterminio
sistemático de la población ixil supuestamente levantada?
La planificación de la estrategia
militar no deja lugar a dudas sobre la voluntad de exterminio de esas
comunidades de “indios comunistas” que amenazaban el orden. Con esta
justificación masacraron a miles de hombres y mujeres, ancianos y
ancianas, niñas y niños, todas ellas población civil desarmada, no sólo
ixiles, sino achi’s, q’anjobales, akatekos, kaqhikeles y muchos más en
todo el país.Por eso, el
juicio no sólo demostró que hubo genocidio: mostró cómo se ejecuta uno.
Además del cómo, el juicio mostró el quiénes.
Uno de sus aspectos más impresionantes es que puso nombres y apellidos,
rostros, historias y recuerdos, lágrimas y sonrisas a las testigos que
sobrevivieron a los horrores de la muerte. Las mujeres y hombres ixiles
que desfilaron con toda su dignidad frente al tribunal, y cuyas
fotografías recorrieron el mundo entero,fueron verdaderos protagonistas
de todo el proceso.
El juicio también sirvió para avanzar en
algo a lo que la Comisión de Esclarecimiento Histórico renunció en su
momento: dar nombres y poner caras a los responsables de todas estas
atrocidades. A finales de los años noventa no había condiciones para
eso, yahora pareció que tal vez sí. Pero los hechos mostraron que, otra
vez, fuellegar demasiado lejos.
El juicio buscóprocesar a los
responsables políticos de las prácticas genocidas: el jefe de Estado y
el responsable de Inteligencia Militar. Pero además, adelantó en dar a
conocer a algunos de los responsables directos de los hechos. Uno de
ellos es el actual presidente de Guatemala, Otto Pérez Molina, que bajo
el seudónimo de “Mayor Tito Arias” dirigió las operaciones militares de
Nebaj, principal población ixil. Se dice que el juicio se torció cuando
él fue nombrado de forma explícita como responsable de la represión en
Nebaj, pues se pasó a un nivel de responsabilidades que no era
admisible.
Fue fundamental el peritaje desarrollado
por Marta Casaus el 4 de abril de 2013.[13] En su intervención, mostró
cómo las acciones genocidas desarrolladas contra los ixiles –y de ahí
contra cualquier otro pueblo- no fueron resultado de una mente enferma
ni de una conducta desviada, ni siquiera de una estrategia militar
desesperada, sino el fruto de una ideología que rige todo el
comportamiento social de nuestro país: el racismo.
Si mucha gente no se quejó o
directamente no se enteró de lo que pasaba en el altiplano en los años
de exterminio, es porque eso entraba en la normalidad, lo “natural”. El
genocidio no fue una anomalía, sino la máxima expresión de una forma de
entender y organizar la sociedad, siempre necesitada de la violencia
para mantener su orden: el racismo.
Marta Casaus mostró que el racismo -y la
violencia que conlleva- es un medio para mantener los privilegios de
unos pocos sobre las mayorías. Además de los responsable materiales
directos, hubio quienes se beneficiaron directamente de tanto terror y
maldad. Como nos mostró Plaza Pública en esos días, algunos de ellos apoyaron de forma directa las acciones genocidas.[14]
Como sector dominante en la historia de
este país, la oligarquía de origen criollo provocó el genocidio cuando
sintieron que su situación de privilegio se veía amenazada. No les
importó que murieran 200 mil personas, que 400 aldeas desaparecieran,
que miles de mujeres fueran violadas, que un millón de personas tuvieran
que salir de sus casas, con tal de mantener un sistema en que solamente
ellos han salido beneficiados.
La actualidad del racismo y la violencia de Estado
Quienes salieron beneficiados del
genocidio realizan todos los esfuerzos por cortar la posibilidad de
seguir con la vía jurídica, que puede llegar hasta ellos. Las reacciones
del CACIF, de la Corte de Constitucionalidad y ahora del Congreso de la
República sirven para corroborar cómo, treinta años después de aquella
barbarie, siguen dispuestos a mantener sus privilegios por encima de la
verdad y la justicia. Pese a declaraciones y firmas de paz, testimonios e
informes, funcionarios internacionales y dependencias gubernamentales,
el racismo sigue presente en la vida política de Guatemala y siempre
asociado a la violencia de Estado
La resolución del Congreso es un buen
ejemplo. Por un lado, niega la legalidad vigente y pasa por alto la
decisión de un Tribunal, convertida en sentencia, al decir que “resulta
jurídicamente inviable que se dieran en Guatemala, principalmente en
cuanto a la existencia en nuestro suelo patrio de un genocidio”. Ante
ello, cabe la pregunta de Alfonso Porres: “¿cuáles fueron las
prácticas que el benéfico Estado de Guatemala permitió a su ejemplar
ejército, garante de la constitución y la soberanía nacional? ¿Qué fue
entonces de los 200 mil muertos y el millón de desplazados que reporta
la Comisión de Esclarecimiento Histórico?[15]
Por otro lado, la resolución del
Congreso actualiza la negación a la ciudadanía guatemalteca de capacidad
de juicio y discernimiento: “discusión que trasciende a los
tribunales de justicia, y se da en los medios de comunicación social,
sectores de opinión, pueblos, plazas, calles, comunidades y en los
hogares guatemaltecos, abriendo así nuevamente la polarización entre
hermanos, propiciando condiciones contrarias a la paz y que impiden una
definitiva reconciliación”.[16]
El desprecio por la verdad histórica y
por la mayoría de la población, que está detrás de la declaración del
Congreso, de las actuaciones del CACIF y de la Corte de
Constitucionalidad en las semanas siguientes a la sentencia con la que
finalizó el juicio, son una demostración de poder e impunidad, un acto
de violencia simbólica que actualizó de golpe toda la violencia de
treinta años atrás. De nuevo, racismo y violencia del Estado aparecen
juntas como una forma de mantener la situación privilegiada de unos
pocos.
Este mismo desprecio por la vida de las
personas, las comunidades y los pueblos es el que está detrás de la
forma en que los últimos gobiernos tratan las demandas que surgen de las
comunidades, muchas de ellas, las mismas que fueron arrasadas hace 30
años. Se niegan a reconocer la capacidad de las comunidades para decidir
su futuro, acusándolas -como siempre lo hacen- de estar manipuladas en
las consultas comunitarias y vecinales y en todas las acciones
emprendidas para defender el espacio de vida que les queda. Tratan a
líderes y personas movilizadas como delincuentes y terroristas, y acaban
disponiendo de su vida y su libertad en juicios que son burlas a la
justicia.
La persecución, hostigamiento y
asesinato de líderes comunitarios se hace de una forma sistemática y
planificada, como ocurre en Monte Olivo, en San Rafael Las Flores, en
Huehuetenango y en muchos más lugares. Todo ello nos vuelve a hablar del
desprecio absoluto contra esa población, que es mayoritaria en el país,
de la negación de su calidad de personas y de ciudadanos.
De nuevo se trata del racismo, y de
nuevo lleva aparejada la fuerza del Estado contra aquellos que
cuestionan las políticas que sólo benefician a unos pocos, los mismos
que desde hace siglos manejan la maquinaria estatal para mantener sus
intereses.