“No le temo a la muerte, sólo que no me gustaría estar allí cuando suceda.” Woody Allen
En el mundo existen personas con el don de la elocuencia en mitad de la tragedia. Estas personas por lo general van engominadas, perfumadas, tienen voz cristalina. Jamás titubean. Son el positivismo ambulante. Oráculos humanos. Te aprietan la mano, te abrazan y se avientan discursos asegurando con vehemencia que todo estará bien (aunque bien sepamos que no será así). Envidio a estas personas.
En la vida, no hay nada más terrorífico que dar el pésame. Tarde o temprano hay que darlo. Es algo inevitable. Ineludible, a menos que seas Wil Smith en la pésima adaptación de la película Omega Man. Y es que dar el pésame es algo que no se puede ensayar. Practicar. Por eso, en la cola del funeral, flanqueado de gente dubitativa, nerviosa, sollozante, uno visualiza la escena a ocurrir: el apretón y el abrazo que se le debe dar a la viuda, a los huérfanos y demás familiares sumergidos en el dolor. Pero esto no es tan sencillo como parece, de inmediato nos asaltan las dudas: ¿Qué tan fuerte debe ser el apretón de manos? ¿Qué tan prolongado y caluroso el abrazo? ¿Debe uno mirar a los ojos y/o sostener la mirada? ¿Sería apropiado decir unas palabras de aliento? ¿Deberíamos picarnos los ojos y parpados para que estén bien hinchados y enrojecidos como los de las señoras muy sufridas de adelante? Lo siento mucho, mascullamos una y mil veces mientras la fila avanza, y cuando llega nuestro turno, quedamos mudos, pasmados, estatuas de cartón, pero en el fondo, agradecidos de no haber sido nosotros el pobre diablo que presa de los nervios se aventó la puntada de felicitar a la viuda.
En teoría, la muerte es lo que menos debería impactarnos, pues es lo único seguro que ocurrirá en la vida; sin embargo, siempre nos sorprende, llena de dudas, anega, empaña los ojos de lágrimas. No puedo creer que se haya muerto, decimos, como si nuestros conocidos fueran inmortales, personajes indispensables, insustituibles en nuestra vida, aunque de ellos no sepamos nada durante años hasta el día que nos informan de su deceso.
Mamá es especialista en hacerme creer que alguno de mis hermanos y/o seres más queridos ha muerto. Con voz entrecortada, sorbiéndose los mocos, tartamudea por el celular: ¡Se-se-se se murioooooó! Quedo helado. Pálido. De una pieza. Entro al cuarto blanco de Matrix. Se murió Juan Camilo Mouriño, dice sollozante. O: se murió el príncipe Guillermo de Luxemburgo, dice en medio de un batidero de mocos. Me dan ganas de matarla. Ahorcarla. Pero en vez de eso, respiro aliviado. Por ahora. Sé que un día la bolita de la Ruleta caerá en la casilla con el nombre de alguien de la familia.
A nadie en su sano juicio le gusta asistir a los funerales (salvo a las señoras amantes de la barra nocturna de telenovelas), pues además de ser el recordatorio de que pronto seremos quienes estén en una urna o una caja, es la confirmación de que hemos envejecido. ¿Te acuerdas de Susanita, la hermanita de Mariana? Es esa, la ballena de allá, y esos cuatro demonios son sus hijos.
Los funerales también son la oportunidad para quedar como un perfecto antisocial. ¿Qué pasó, ya no saludas? Incrédulo, en un seboso abrazo te fundes en las carnes del ídolo de tu juventud, el galán de las vacaciones de verano, al tiempo que te prometes que al llegar a casa comenzarás la dieta de la sopa milagrosa y que bajo ningún concepto te mirarás al espejo, nunca más.
No nos engañemos, si uno tiene la desgracia de estar del otro lado de la cancha, por más pésames que reciba, por más palabras de aliento que escuche de gente engominada, perfumada, de voz cristalina, jamás se recuperará de la muerte de un ser querido. Su voz, su aliento, su olor, las cosas insignificantes a las que nos acostumbró día a día, van desapareciendo. Esfumándose. Y he ahí la verdadera tragedia. Es imposible instalarse en el dolor perpetuo a lo perro Hachi. La vida sigue. Y con el paso del tiempo descubriremos que apenas y tendremos un minuto para recordar al ser querido ausente. Fantasear qué haría en estos momentos si estuviera con nosotros.
La muerte es una horrenda cicatriz a la que más vale acostumbrarse pronto. ¿A qué se dedica tu papá? Está muerto, respondes a manera de disculpa, pues sabes, tendrás que soportar la incomodidad del otro. Su sonrojo. Su titubeo. Su no saber qué decir. Su lo siento, aunque no sienta nada. Irremediablemente caerás en la fantasía y exageración de las virtudes del difunto. En su glorificación. Al dedo en la llaga cuando tus hijos y sobrinos pregunten: ¿Y cómo era abuelito? Con horror descubrirás que lo has olvidado. O mejor dicho, que no existen calificativos para humanizarlo. Traerlo de vuelta. La muerte es dolor y olvido. No nos engañemos. Uno a uno nos estamos yendo.
En el mundo existen personas con el don de la elocuencia en mitad de la tragedia. Estas personas por lo general van engominadas, perfumadas, tienen voz cristalina. Jamás titubean. Son el positivismo ambulante. Oráculos humanos. Te aprietan la mano, te abrazan y se avientan discursos asegurando con vehemencia que todo estará bien (aunque bien sepamos que no será así). Envidio a estas personas.
En la vida, no hay nada más terrorífico que dar el pésame. Tarde o temprano hay que darlo. Es algo inevitable. Ineludible, a menos que seas Wil Smith en la pésima adaptación de la película Omega Man. Y es que dar el pésame es algo que no se puede ensayar. Practicar. Por eso, en la cola del funeral, flanqueado de gente dubitativa, nerviosa, sollozante, uno visualiza la escena a ocurrir: el apretón y el abrazo que se le debe dar a la viuda, a los huérfanos y demás familiares sumergidos en el dolor. Pero esto no es tan sencillo como parece, de inmediato nos asaltan las dudas: ¿Qué tan fuerte debe ser el apretón de manos? ¿Qué tan prolongado y caluroso el abrazo? ¿Debe uno mirar a los ojos y/o sostener la mirada? ¿Sería apropiado decir unas palabras de aliento? ¿Deberíamos picarnos los ojos y parpados para que estén bien hinchados y enrojecidos como los de las señoras muy sufridas de adelante? Lo siento mucho, mascullamos una y mil veces mientras la fila avanza, y cuando llega nuestro turno, quedamos mudos, pasmados, estatuas de cartón, pero en el fondo, agradecidos de no haber sido nosotros el pobre diablo que presa de los nervios se aventó la puntada de felicitar a la viuda.
En teoría, la muerte es lo que menos debería impactarnos, pues es lo único seguro que ocurrirá en la vida; sin embargo, siempre nos sorprende, llena de dudas, anega, empaña los ojos de lágrimas. No puedo creer que se haya muerto, decimos, como si nuestros conocidos fueran inmortales, personajes indispensables, insustituibles en nuestra vida, aunque de ellos no sepamos nada durante años hasta el día que nos informan de su deceso.
Mamá es especialista en hacerme creer que alguno de mis hermanos y/o seres más queridos ha muerto. Con voz entrecortada, sorbiéndose los mocos, tartamudea por el celular: ¡Se-se-se se murioooooó! Quedo helado. Pálido. De una pieza. Entro al cuarto blanco de Matrix. Se murió Juan Camilo Mouriño, dice sollozante. O: se murió el príncipe Guillermo de Luxemburgo, dice en medio de un batidero de mocos. Me dan ganas de matarla. Ahorcarla. Pero en vez de eso, respiro aliviado. Por ahora. Sé que un día la bolita de la Ruleta caerá en la casilla con el nombre de alguien de la familia.
A nadie en su sano juicio le gusta asistir a los funerales (salvo a las señoras amantes de la barra nocturna de telenovelas), pues además de ser el recordatorio de que pronto seremos quienes estén en una urna o una caja, es la confirmación de que hemos envejecido. ¿Te acuerdas de Susanita, la hermanita de Mariana? Es esa, la ballena de allá, y esos cuatro demonios son sus hijos.
Los funerales también son la oportunidad para quedar como un perfecto antisocial. ¿Qué pasó, ya no saludas? Incrédulo, en un seboso abrazo te fundes en las carnes del ídolo de tu juventud, el galán de las vacaciones de verano, al tiempo que te prometes que al llegar a casa comenzarás la dieta de la sopa milagrosa y que bajo ningún concepto te mirarás al espejo, nunca más.
No nos engañemos, si uno tiene la desgracia de estar del otro lado de la cancha, por más pésames que reciba, por más palabras de aliento que escuche de gente engominada, perfumada, de voz cristalina, jamás se recuperará de la muerte de un ser querido. Su voz, su aliento, su olor, las cosas insignificantes a las que nos acostumbró día a día, van desapareciendo. Esfumándose. Y he ahí la verdadera tragedia. Es imposible instalarse en el dolor perpetuo a lo perro Hachi. La vida sigue. Y con el paso del tiempo descubriremos que apenas y tendremos un minuto para recordar al ser querido ausente. Fantasear qué haría en estos momentos si estuviera con nosotros.
La muerte es una horrenda cicatriz a la que más vale acostumbrarse pronto. ¿A qué se dedica tu papá? Está muerto, respondes a manera de disculpa, pues sabes, tendrás que soportar la incomodidad del otro. Su sonrojo. Su titubeo. Su no saber qué decir. Su lo siento, aunque no sienta nada. Irremediablemente caerás en la fantasía y exageración de las virtudes del difunto. En su glorificación. Al dedo en la llaga cuando tus hijos y sobrinos pregunten: ¿Y cómo era abuelito? Con horror descubrirás que lo has olvidado. O mejor dicho, que no existen calificativos para humanizarlo. Traerlo de vuelta. La muerte es dolor y olvido. No nos engañemos. Uno a uno nos estamos yendo.
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