Más de la población mundial vive en ciudades. La capital mexicana es la más extensa del mundo y una de las más pobladas, con 9 millones de habitantes y 24 millones si se le suma el área metropolitana. De éstos, hay varios millones de población indígena, en su mayoría migrantes provenientes del campo. La ciudad les ha ofrecido oportunidades socioeconómicas a las que no tenían acceso en sus comunidades de origen, pero la urbanización acarrea también un grave proceso de aculturización y desconexión con sus tierras y sus modos tradicionales. Además de una frecuente marginación y racismo, pese a que en el caso de México, haya una amplia proporción de la población indígena.
Fidelsa Ojeda es una de ellas. Llegó al DF hace 25 años, cuando tenía 11. Sus padres fallecieron y se quedó huérfana en su comunidad, en la sierra Mixteca del estado de Oaxaca. Su hermana había emigrado unos años antes al Distrito Federal y se fue con ella. Empezó a trabajar en un ultramarinos de una señora de su pueblo que vivía también en la ciudad. Pero lo pasó muy mal. Trabajaba todo el día junto a otras muchachas indígenas y todas dormían en el almacén acomodadas en cartones, pese a que la jefa tenía una casa enorme con 4 plantas.
A los pocos meses su hermana le consiguió otro trabajo: cuidar un matrimonio anciano. Después de la mala experiencia en la tienda, ésta le fue mejor y empezó a poder moverse por la ciudad, aunque reconoce que se le dificultó mucho: “sufrí mucho para acostumbrarme a la ciudad, no podía salir porque me perdía. En mi pueblo no había coches, carreteras, autobuses,… ni los semáforos conocía. La señora me tuvo que explicar que en verde se pasaba y en rojo se paraba. La primera vez que subí al metro no sabía como tenía que salir ni dónde”, confiesa ahora entre risas.
Teresa Castellanos, es indígena zapoteca. A los 17 años llegó de la Sierra Juárez de Oaxaca a la ciudad con la maleta llena de blusas bordadas y faldas largas. Sus tíos la acogieron y le recomendaron que cambiara su vestuario tradicional por pantalones o vestidos para pasar desapercibida. Más allá de las dificultades de cualquier proceso migratorio, en sus casos se suma el componente indígena. Así, Teresa y Fidelsa reconocen que a veces las han mirado feo o les dijeron que hablan mal el español. Benjamín recuerda con tristeza un anuncio de una famosa marca de desodorante que aparecía hace unos años en el metro de la ciudad de México, donde decía “para que no huelas a indio”. Aunque ahora sería políticamente incorrecto, la discriminación persiste.
“Somos extranjeros en nuestra propia tierra”, resume Pedro González, indígena mixe, también oaxaqueño, quién llegó a la ciudad para poder estudiar. Y es que no se trata solo de la vestimenta o de tener una lengua materna diferente. Los pueblos indígenas tienen una cosmovisión totalmente diferenciada fundamentada en el arraigo a la tierra y la vida comunitaria.
“Tenemos una complejidad cultural enorme que cuesta entender en la ciudad. Nuestra vida no trasciende a nivel individual sino en lo colectivo pero aquí no hay espacios públicos para ello, ni condiciones para reunirnos, juntarnos…” explica González.
Por eso algunos decidieron organizarse. Las primeras migraciones de los años 60 formaron colectivos de apoyo según sus municipios natales, y hace 12 años se conformó la Asamblea de Migrantes Indígenas (AMI), donde participan Fidelsa, Teresa, Pedro, Benjamín y muchos más.
“Nosotros pensamos que interétnicamente se puede hacer vida colectiva. Todos los que estamos aquí, aunque vengamos de estados diferente, practicamos la vida comunitaria y ese aprendizaje nos sirve a nosotros, y también puede servirle a la ciudad y a todo el que se le acerque”, arguye González y pone como ejemplo a varios jóvenes que llegaron a conocer y que ahora forman parte de la asamblea, como Daniel, artista plástico del DF quién ahora está ilustrando un libro de cocina indígena.
A parte de discutir y afrontar sus problemas cotidianos en colectivo, la AMI intenta rescatar las culturas y lenguas originarias así como mejorar el acceso a las nuevas tecnologías de los indígenas en la ciudad.
Para ello, hacen cursos de lengua originarias donde asisten hablantes autóctonos y otros ávidos de aprender la lengua que sus padres ya no les enseñaron. En la ciudad hay que redoblar esfuerzos para que no se pierdan las lenguas y las culturas indígenas. Sus propios hijos no hablan el idioma de sus padres en la mayoría de los casos, unos por desinterés, otros porque los progenitores, aún cuando los dos vinieron de la misma comunidad, les hablaron en español con la idea que se integrarían mejor al nuevo entorno.
También hacen talleres de herbolaria, donde comparten las propiedades curativas de las plantas de sus lugares de origen y de aquellas que pueden encontrar no tan lejos del asfalto. O clases de danza tradicional que luego exponen en sus festejos folclóricos.
Pero van más allá, y ahora se están formando en video y en informática con software libre, para no perder el tren de las nuevas tecnologías. Su planteamiento es que el Linux “es muy, similar a la dinámica del conocimiento en nuestra vida comunitaria. Tenemos la libertad para usarlo, compartirlo, promoverlo, adaptarlo y, servir de base para generar el autoconocimiento. Es así como se vive en los pueblos indígenas, cuyo sustento es el trabajo comunitario”, subrayan. También alzan su voz hacia la ciudadanía a través de un programa de radio que emiten por internet semanalmente desde su cabina.
Pero lo más importante y el nexo entre grandes y mayores es una banda de música, típica del estado de Oaxaca. “Nos costó mucho, conseguir un maestro estable, los instrumentos, pero ha sido el catalizador de la asamblea”. Uno de los hijos de Fidelsa, y su marido, tocan en la banda, y el matrimonio está muy orgulloso de que su niño aprenda la música que tocaban sus abuelos mixes. “La música es una manera diferente de comunicarse”, defiende Ojeda, en un país donde la escuela oficial no la contempla en su plan de estudios, pese a la gran y diversa tradición musical.
Los pueblos indígenas no entienden la educación como una clase magistral sino que el aprendizaje se da a partir del compartir con las otras personas, es la transmisión de la sabiduria de los antepasados, la cosmovisión, la vida colectiva, y no es teórica sino que va más allá de las aulas, es vivencial, por eso necesitan espacios de reunión para reproducirla.
En las escuelas oficiales, no sólo es difícil llevarlo a la práctica, sino que hay muy poca conciencia del indígena como raíz y parte del México actual, y aunque en los pueblos algunos maestros incorporan las culturas locales, apenas se estudian las aportaciones indígenas, o la gran diversidad y riqueza étnica de los más de 60 pueblos originarios y las 54 lenguas originarias vivas, a parte del castellano.
En este contexto, iniciativas como las de la AMI contrarrestan el abandono del gobierno hacia la diversidad. “Por ahora, es muy pobre el apoyo a los pueblos indígenas y se da bajo una visión asistencialista. El gobierno no comprende cúales son las demandas de los pueblos, no respeta el derecho a la consulta, no entiende los conceptos de justicia o educación comunitaria, aunque hay algunos programas gubernamentales, no tiene la motivación suficiente para reconocer la importancia de nuestro conocimiento”, esboza González.
Y Castellanos le apostilla: “Aquí le damos otras herramientas a los niños más allá de la escuela, la televisión e internet, mi hijo mejoró en matemáticas al entrar a solfeo”.
Ante la apatía gubernamental, la asamblea se rige por el tequio, concepto indígena que significa aporte comunitario. Cada uno hace su cooperación monetaria y en trabajo. Las mujeres han organizado una cooperativa de alimentos preparados para financiar parte del costo de los instrumentos e inventan cualquier mecanismo para conseguir fondos. La mayoría de los talleres se fundamentan en el intercambio, y además de los estables, han recibido formación en derechos y género. Siempre desde la concepción indígena. Algo que sorprende cuando ves a los niños, que a simple vista, ya son defeños, pero que al primer acercamiento, se ve que manejan los dos mundos, el comunitario y las reglas de la ciudad.
Y es que iniciativas como ésta son islas en una gran urbe como el DF. “La dispersión de la gente en la ciudad complica mucho la reproducción de la vida comunitaria”, arguye Benjamín. Pero su sueño es romper el aislamiento urbanita y proponen su modelo como alternativa.
“Nuestra forma de comunidad se puede volver en una político pública para la Ciudad de México, como un ejercicio de derecho para la ciudadanía, que trascienda a otro tipo de sociedad, más participativa, con mayor diálogo y más organizada”, concluye Pedro González, aunque sabe que hay muchos intereses en contra, cree que es posible. “Queremos ser lucecitas que se prendan en toda la ciudad”.
Fidelsa Ojeda es una de ellas. Llegó al DF hace 25 años, cuando tenía 11. Sus padres fallecieron y se quedó huérfana en su comunidad, en la sierra Mixteca del estado de Oaxaca. Su hermana había emigrado unos años antes al Distrito Federal y se fue con ella. Empezó a trabajar en un ultramarinos de una señora de su pueblo que vivía también en la ciudad. Pero lo pasó muy mal. Trabajaba todo el día junto a otras muchachas indígenas y todas dormían en el almacén acomodadas en cartones, pese a que la jefa tenía una casa enorme con 4 plantas.
A los pocos meses su hermana le consiguió otro trabajo: cuidar un matrimonio anciano. Después de la mala experiencia en la tienda, ésta le fue mejor y empezó a poder moverse por la ciudad, aunque reconoce que se le dificultó mucho: “sufrí mucho para acostumbrarme a la ciudad, no podía salir porque me perdía. En mi pueblo no había coches, carreteras, autobuses,… ni los semáforos conocía. La señora me tuvo que explicar que en verde se pasaba y en rojo se paraba. La primera vez que subí al metro no sabía como tenía que salir ni dónde”, confiesa ahora entre risas.
Teresa Castellanos, es indígena zapoteca. A los 17 años llegó de la Sierra Juárez de Oaxaca a la ciudad con la maleta llena de blusas bordadas y faldas largas. Sus tíos la acogieron y le recomendaron que cambiara su vestuario tradicional por pantalones o vestidos para pasar desapercibida. Más allá de las dificultades de cualquier proceso migratorio, en sus casos se suma el componente indígena. Así, Teresa y Fidelsa reconocen que a veces las han mirado feo o les dijeron que hablan mal el español. Benjamín recuerda con tristeza un anuncio de una famosa marca de desodorante que aparecía hace unos años en el metro de la ciudad de México, donde decía “para que no huelas a indio”. Aunque ahora sería políticamente incorrecto, la discriminación persiste.
“Somos extranjeros en nuestra propia tierra”, resume Pedro González, indígena mixe, también oaxaqueño, quién llegó a la ciudad para poder estudiar. Y es que no se trata solo de la vestimenta o de tener una lengua materna diferente. Los pueblos indígenas tienen una cosmovisión totalmente diferenciada fundamentada en el arraigo a la tierra y la vida comunitaria.
“Tenemos una complejidad cultural enorme que cuesta entender en la ciudad. Nuestra vida no trasciende a nivel individual sino en lo colectivo pero aquí no hay espacios públicos para ello, ni condiciones para reunirnos, juntarnos…” explica González.
Por eso algunos decidieron organizarse. Las primeras migraciones de los años 60 formaron colectivos de apoyo según sus municipios natales, y hace 12 años se conformó la Asamblea de Migrantes Indígenas (AMI), donde participan Fidelsa, Teresa, Pedro, Benjamín y muchos más.
“Nosotros pensamos que interétnicamente se puede hacer vida colectiva. Todos los que estamos aquí, aunque vengamos de estados diferente, practicamos la vida comunitaria y ese aprendizaje nos sirve a nosotros, y también puede servirle a la ciudad y a todo el que se le acerque”, arguye González y pone como ejemplo a varios jóvenes que llegaron a conocer y que ahora forman parte de la asamblea, como Daniel, artista plástico del DF quién ahora está ilustrando un libro de cocina indígena.
A parte de discutir y afrontar sus problemas cotidianos en colectivo, la AMI intenta rescatar las culturas y lenguas originarias así como mejorar el acceso a las nuevas tecnologías de los indígenas en la ciudad.
Para ello, hacen cursos de lengua originarias donde asisten hablantes autóctonos y otros ávidos de aprender la lengua que sus padres ya no les enseñaron. En la ciudad hay que redoblar esfuerzos para que no se pierdan las lenguas y las culturas indígenas. Sus propios hijos no hablan el idioma de sus padres en la mayoría de los casos, unos por desinterés, otros porque los progenitores, aún cuando los dos vinieron de la misma comunidad, les hablaron en español con la idea que se integrarían mejor al nuevo entorno.
También hacen talleres de herbolaria, donde comparten las propiedades curativas de las plantas de sus lugares de origen y de aquellas que pueden encontrar no tan lejos del asfalto. O clases de danza tradicional que luego exponen en sus festejos folclóricos.
Pero van más allá, y ahora se están formando en video y en informática con software libre, para no perder el tren de las nuevas tecnologías. Su planteamiento es que el Linux “es muy, similar a la dinámica del conocimiento en nuestra vida comunitaria. Tenemos la libertad para usarlo, compartirlo, promoverlo, adaptarlo y, servir de base para generar el autoconocimiento. Es así como se vive en los pueblos indígenas, cuyo sustento es el trabajo comunitario”, subrayan. También alzan su voz hacia la ciudadanía a través de un programa de radio que emiten por internet semanalmente desde su cabina.
Pero lo más importante y el nexo entre grandes y mayores es una banda de música, típica del estado de Oaxaca. “Nos costó mucho, conseguir un maestro estable, los instrumentos, pero ha sido el catalizador de la asamblea”. Uno de los hijos de Fidelsa, y su marido, tocan en la banda, y el matrimonio está muy orgulloso de que su niño aprenda la música que tocaban sus abuelos mixes. “La música es una manera diferente de comunicarse”, defiende Ojeda, en un país donde la escuela oficial no la contempla en su plan de estudios, pese a la gran y diversa tradición musical.
Los pueblos indígenas no entienden la educación como una clase magistral sino que el aprendizaje se da a partir del compartir con las otras personas, es la transmisión de la sabiduria de los antepasados, la cosmovisión, la vida colectiva, y no es teórica sino que va más allá de las aulas, es vivencial, por eso necesitan espacios de reunión para reproducirla.
En las escuelas oficiales, no sólo es difícil llevarlo a la práctica, sino que hay muy poca conciencia del indígena como raíz y parte del México actual, y aunque en los pueblos algunos maestros incorporan las culturas locales, apenas se estudian las aportaciones indígenas, o la gran diversidad y riqueza étnica de los más de 60 pueblos originarios y las 54 lenguas originarias vivas, a parte del castellano.
En este contexto, iniciativas como las de la AMI contrarrestan el abandono del gobierno hacia la diversidad. “Por ahora, es muy pobre el apoyo a los pueblos indígenas y se da bajo una visión asistencialista. El gobierno no comprende cúales son las demandas de los pueblos, no respeta el derecho a la consulta, no entiende los conceptos de justicia o educación comunitaria, aunque hay algunos programas gubernamentales, no tiene la motivación suficiente para reconocer la importancia de nuestro conocimiento”, esboza González.
Y Castellanos le apostilla: “Aquí le damos otras herramientas a los niños más allá de la escuela, la televisión e internet, mi hijo mejoró en matemáticas al entrar a solfeo”.
Ante la apatía gubernamental, la asamblea se rige por el tequio, concepto indígena que significa aporte comunitario. Cada uno hace su cooperación monetaria y en trabajo. Las mujeres han organizado una cooperativa de alimentos preparados para financiar parte del costo de los instrumentos e inventan cualquier mecanismo para conseguir fondos. La mayoría de los talleres se fundamentan en el intercambio, y además de los estables, han recibido formación en derechos y género. Siempre desde la concepción indígena. Algo que sorprende cuando ves a los niños, que a simple vista, ya son defeños, pero que al primer acercamiento, se ve que manejan los dos mundos, el comunitario y las reglas de la ciudad.
Y es que iniciativas como ésta son islas en una gran urbe como el DF. “La dispersión de la gente en la ciudad complica mucho la reproducción de la vida comunitaria”, arguye Benjamín. Pero su sueño es romper el aislamiento urbanita y proponen su modelo como alternativa.
“Nuestra forma de comunidad se puede volver en una político pública para la Ciudad de México, como un ejercicio de derecho para la ciudadanía, que trascienda a otro tipo de sociedad, más participativa, con mayor diálogo y más organizada”, concluye Pedro González, aunque sabe que hay muchos intereses en contra, cree que es posible. “Queremos ser lucecitas que se prendan en toda la ciudad”.
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